¿POR QUÉ BAJAN MIS VENTAS? ¿POR QUÉ NO ME COMPRAN MÁS? ¿POR QUÉ NO VIENEN MÁS CLIENTES? ¿POR QUÉ? ¿POR QUÉEEEEE??? (PARTE 2)

Gerardo Mendez
February 15, 2022

Si no has leído la primera parte, léela aquí: Parte 1.

Y si no tienes tiempo o quieres evitar la fatiga, aquí te pegamos la última partecita de la Parte 1:

FINAL DE LA PARTE # 1:

Sin embargo, todavía unas pocas nubes importunaban. Sentía que nos hacían falta algunas piezas para terminar de afinar la relojería. Por ejemplo: ¿cómo era posible que tuviéramos un apego tan fuerte a consumir productos que provienen de la tierra y de ahí “directamente” al plato? ¿Tan fuerte como para no considerar, o muy poco considerar, algo que cambiara esa dinámica? ¿Por qué? ¿Cómo era esa fuerza invisible y casi sobrenatural que llamábamos cultura y que nos dominaba como zombies?

Y fue en ese punto cuando mi vida cambió para siempre. Y lo hizo gracias a unos amigos que me llevaron a ver el espectáculo cultural más autóctono, silvestre, mágico, potente, rico en significados y, para muchos, atroz, de todo este hemisferio: la corraleja.

Un escenario parido por el propio Melquíades, en el que vuelan mariposas amarillas sobre las cabezas mientras que por los pies nos recorren hilos infinitos de sangre que labran nuestras creencias.

Fue gracias a la corraleja que pude por fin matar los signos de interrogación que todavía me rondaban como tiburones voraces. Y cuando los maté y por fin entendí la verdadera razón por la cual comemos lo que comemos y por qué la pasta no vende como los que las hacen esperan que se venda, sentí que el cielo se abría para caer arrodillado a mis pies. Sencillamente, la corraleja era el mejor ejercicio antropológico, etnográfico, que podía haber imaginado.

¿Y sabes? Tal vez lo más importante de todo: pude comprender mejor que nunca que son muy pocas las empresas que entienden las verdaderas razones por las cuales la gente les compra el producto que venden. Sí…ya sé que lo has oído veintecuatro mil veces… bla bla bla…¡bla bla! Pero es que es en serio: la gente no compra tu producto por las razones que crees. ¿Sabes por qué? Porque sencillamente LO ESENCIAL ES INVISIBLE A LOS OJOS. Y aunque ya crees que te sabes este cuentico, si hay algo que he aprendido en este oficio, es que lo que entra por los oídos no es lo que hace que veamos por los ojos.

Gracias por quedarte pegado(a) hasta el final 😁

La próxima te termino la historia fantástica de Sincelejo en Corralejas y su decisivo efecto en la comprensión del POR QUE. Pero sobre todo… cómo todo esto termina transformándose en el método que necesitas para descubrir esos POR QUÉ que te devoran como tiburones, poquito a poquito, suave suavecito.

***

PARTE # 2:

En las expresiones culturales más polémicas, se esconde el ADN de un país.

  • El siguiente cuento es basado en una observación antropológica real, y aunque los protagonistas son inspirados en personajes reales, su elaboración es ficticia.

Remberto entró por la empalizada, entramada como una selva de mangle. Se abrió paso por entre los cientos de varas, altas como las palmeras del Cocora, y clavadas a esa tierra embarazada de charcos de meado y bilis, bolsas, latas, perros pordioseros que obraban y se apareaban, gallinas, esqueletos de bocachico, y una marejada de aromas ininteligibles, que iban y venían entre la mierda, la manteca de chorizo, y el tufo metálico de la sangre. Cruzó todo aquello encorvado para no decapitarse con las tablas disparejas y los clavos desiguales que acechaban desde los sótanos del primer palco. Y le supo a vida.

Minutos después, ya en el ruedo esperando al toro dentro del tanque, Remberto recordó la sonrisa de su hija aquel día de mayo en que la llevó a conocer el sol. Vendiendo chucherías aquí y allá, patonearon tanto bajo el cobijo del astro que la costra que se les formó sobre la piel olía a tocino. Ya en la noche la niña de nueve años no pudo más. Y aunque gracias a las ventas al menos habían podido almorzar, tendrían que volver a casa a pie. Remberto no tenía otra opción de transporte, y dado que la niña estaba consumida por el sol y el trabajo, le tocó echársela a los hombros y cargarla hasta el piso que tenían en arriendo. Ni un burro pudo encontrar a esas horas para pedir auxilio. El saldo fue de tres o cuatro horas de peregrinación descabellada, pero hubo de recordar aquel evento como uno de los esfuerzos más crueles y a la vez más hermosos de toda su vida. Los brazos, la espalda y las piernas le quedaron entumecidas durante dos días, pero el corazón se le avivó para siempre.

Justo ahora le había llegado el momento de otra hazaña. Lo terminó de comprender cuando el corazón se le sacudió entre las costillas como un preso desesperado por arrancar los barrotes. Era su hora. Ahora o nunca. Pero lo que ignoraba era que ahí dentro, en ese tanque dispuesto en el ruedo de aquella corraleja, la vida estaba en plenas negociaciones con la muerte.

***

Rémy se chupeteó los espaguetis a la carbonara antes de salir para el aeropuerto como si fuera la última vez que los probaría. Aunque no era italiano, sino francés, podía decir sin ninguna dificultad que ese era su plato favorito. Desde que era pequeño su madre se lo preparó todos los sábados, rociándole un puñado de semillas de amor antes de ponérselo en la mesa para luego contemplarle devorarlo con la ansiedad de un perro. Ella, de familia italiana por un lado y húngara del otro, no se ha cohibido de ofrecerle a su familia recorridos culinarios por Europa, poniéndoles en la mesa inventos que conoció de sus abuelas y, luego, por vecinas y amigas, las cuales también resultan tener una colorida mixtura de procedencias. A pesar de su origen humilde y de pertenecer a la clase media de la ciudad de Lyon, la familia Durand, así como ocurre con muchas del país y de la Europa occidental, se pasea en ocasiones y sin pudor alguno, por la pizza y la pasta italiana, por el gulasch húngaro, las patatas bravas españolas, las salchichas alemanas al curry, o por Galette Bretonne francés… entre otros menesteres gastronómicos comunes en el viejo continente. Y aunque a la madre de Rémy le gusta la cocina, mal haría diciendo que comen mejor que sus vecinos; la verdad es que la diversidad de fronteras observada en las mesas resulta ser una sana costumbre europea que proviene del popurrí de culturas amontonadas.

Ese día, como todos los sábados, su madre, una linda viejita de cara mustia y cabeza de nubes frondosas, le veía engullir el platillo con ese par de esferas de ultramar que tenía por ojos, y que se veían tan profundas que habría sido imprudente no imaginar que resguardan a lo profundo un tesoro con toda la sabiduría del mundo.

⎯¿Vas a tomarte un poquito de Chardonnay que me trajo Anna ayer?

⎯No mamá, gracias. Prefiero agua hoy.

Y Rémy siguió comiendo aquel ilustre platillo blanquecino con lunares color piel, escuchando de fondo la voz de Édith Piaf, la cantante preferida de su madre.

Ella, después de servirle el vaso y ponérselo junto al plato, le dijo con los ojos apretados y la frente marchita: 

⎯Rémy, prométeme que te vas a cuidar. No he oído buenos comentarios de ese país.

⎯ No te preocupes mamá, volveré sano y salvo.

***

⎯¡Berta, mija! ¡Tráeme un poquito más de bastimento! ⎯solicitó amplio Remberto, estirado todo él en la silla de palo para que la alimentación se le resbalara homogénea por todo el ser. 

De abdomen convexo, ombligo en relieve, pelo en pecho arremolinado, y gotas de sopa haciendo de barba, se expurgó las juntas de los dientes con una de las puntas del tenedor mientras esperaba a que Mayito le trajera la piscina de caldo rebosante de ñame, yuca, plátano, carne salá, arroz blanco esponjoso, y otras pitanzas variopintas. El comedero residía junto al ‘Taller de Manolo, y las mesas desprendían un hollín que bien podía provenir de la grasa del cerdo o de los motores de las busetas averiadas.

⎯Aquí tienes ⎯le dijo, poniéndole un plato hondo de porcelana a florecitas rosadas desteñidas sobre el mantel de plástico estampado con rosas grasientas.

No le respondió con la palabra, sino que esperó a que se volviera para hacerlo con una palmada en la nalga izquierda, la cual fue acusada por Mayito con un “no seas atrevido” que escupió con aire rancio veteado de gratitud durante su caminata de vuelta a la cocina y sin voltearlo a ver.

El plato de Remberto era un Botero culinario de siete carnes y siete harinas, de dieciséis colores y setenta y nueve olores. Ni uno menos, porque de lo contrario no le brindaría las fuerzas necesarias para desafiar a la muerte ni el corazón para soportarlo. Se llevó la última gota a la boca y resopló harto. Complacido. Complicado. Dejó en la mesa dos mil quinientos pesos y le gritó a Mayito sin voltearla a mirar:

⎯Mañana te traigo los otros mil.

Ella ni le correspondió con la mirada. Ni con la palabra. Tal vez porque Sincelejo ya olía a corraleja y la bullaranga se rebosaba por las calles, el olor a toro se filtraba por las rendijas de las casas, y la bulla que le salía del corazón a los sincelejanos se oía hasta Montería. 

Embestido por el ambiente salió Remberto antes del medio día con su pipa atamborada, derechito para ese primer día de corraleja que le haría famoso. O que le vería morir. Paró una moto taxi la cual debió negociar para que no le cobrara los mil quinientos pesos que suelen exigir hasta su destino, sino sólo mil. Afortunadamente lo logró porque en el otro bolsillo tenía el resto de sus activos, valuados en mil novecientos cincuenta pesos en metálico, y con los cuales planeaba comprar media vitualla en los sótanos de palo de la corraleja después de que regresara de la muerte, y que le permitirían aguantar hasta el día siguiente en la tarde. Se quitó el casco que, sólo durante aquella jornada, ya había sido calzado por otros veintiún huéspedes, y se bajó. Le olió a sol. A cuero. A humo. A toro. A brío. A miedo. A esperanza. A plata. A muerte.

A lo lejos, y a pesar de lo joven que era el día, ya se apreciaba palpitar la enorme estructura a vara de mangle y varetas, materiales que terminaron reemplazando la caña de guadua, no fuera ser que se desparramara una catástrofe dada su baja resistencia. Bajo el sol opioide y desde aquella distancia, se veía la estructura como sostenida por un bosque infinito de palillos, de aquellos que necesitó Remberto en el restaurante y reemplazó por metal.

El ingreso, de listas de palo en tierra y polvo cerrero, era ambientada por bandas de porro rabiosas que jipiaban festividades, amores y despechos sacados de entre las siembras y cosechas de la sabana y el arreo eterno de las reces. Aquel jolgorio se licuaba con los cientos de vendedores ambulantes que aguaitaban como hienas, con la algarabía de miles de cuerdas vocales desmandadas, y con un centenar de aleaciones aromáticas tan estoicas, que jamás serán registradas por la ciencia aromacológica. El calor oprimía como una segunda gravedad, achicharrando la estatura y el raciocinio audaz; porque cosa que no ha descubierto todavía la ciencia, es que en aquel medio ambiente la materia gris se cuaja y el intento de progresión debe desconsiderarse para evitar el gasto inútil de energía. El colorido aromático, acústico y visual no podía más que rememorar el Botero culinario que se había zampado Remberto minutos atrás. Sólo que ahora ya no estaba en el plato. Era la vida misma.

Los palcos de corraleja logran varias terrazas o niveles y exponen la tecnología de punta que la ingeniería de la región ha afinado en los últimos siglos. Cada nivel tiene como piso un par de tablas de cama sencilla cortadas por un guacharaquero en temple haciendo uso de un cuchillo de mesa. La visión que desde allá arriba se tiene del destino no difiere mucho de lo que siente quien se encarama en la copa de una palma de coco ebria. Pero la emoción resultante es más elaborada dado que los gigantes palillos de dientes que sostienen toda la estructura están pegados a las tablas con pernos rostizados y clavos jorobados, o decapitados según el caso, muchos de los cuales se hunden en la carne octogenaria de la madera arrugada para reaparecer del otro lado de ella mostrando sus puntas estalladas y calcinadas por las décadas durante las cuales la herrumbre ha venido haciendo metástasis. Afortunadamente los maestros de obra parecen tener clara la fragilidad de su concepción y han configurado un eficaz plan de contención. Varios de ellos se esparcen por el redondel de la estructura, que fácilmente puede tener cien metros de diámetro, para jugar al juego del martillo. El desafío consiste en que, martillo en mano, así como el juego de niños, deben identificar los clavos que sacan la cabeza para hundírsela de un martillazo seco. O dos si es necesario, máximo. Así pues, se torna aquel espectáculo en un tamborileo que rememora al que acompaña al pelotón de fusilamiento, principalmente porque desde arriba en las alturas, mientras se observa a los artistas atrapar clavos disidentes, es inevitable convencerse de que la tecnología sabanera que suspende tu vida en esos momentos es tan confiable como Reynaldo Rueda. Basta reflexionar que, servidos miles o cientos de miles de clavos en ese bosque sin fin, y bajo los efectos de aquella temperatura nuclear, unos cuantos pares de ojos serán insuficientes, obviamente, para pillar a todos los que se atrevan a sacar la cabeza y salir corriendo. Dios no juega a los dados, excepto aquí.

Superada la crisis de pánico desatada por la certeza de que el destino no depara una caída libre, se deben sortear los efectos que trae la proximidad con los demás. Esto, porque los cuerpos de los asistentes se confunden y se funden entre sí, pero también con el del vendedor de papa y huevo duro, de chorizo, de butifarra, de quibbe, de bocachico en papel de cemento, y con el de las melcochas, todos los cuales van y vienen transitando por encima de tu cabeza una vez por minuto y untándote del destilado corporal que el sol les ha derretido con diligencia desde la madrugada. Hasta que llega el punto en que aquella simbiosis natural fabrica una relación melcochuda, química, como una bola de alquitrán callosa; una amalgama hedionda de efluvios aromáticos. El resultado: todo el que se siente en el palco olerá al mismo amoniaco endemoniado.

El ruedo gigantesco, tal vez dos o tres veces más generoso que el de una plaza de toros, ya comenzaba a poblarse. 

Aquí no hay un matador; hay cuarenta o cincuenta lidiadores improvisados resueltos a espabilar sus vidas con un pitón en las costillas. Y el ruedo no ayuda mucho, ya que es irregular, lleno de baches, montículos y algo de maleza que se niega a morir, y que con seguridad ese día no correrá el riesgo de fallecer.

Contemplando todo ello ya desde el propio ruedo, a Remberto le sonó el celular.

⎯Aja mija.

⎯Papi.

⎯Dime, dime que estoy aquí ocupao trabajando. No te oigo bien.

⎯Sí, sí. Papi ⎯dijo con más fuerza⎯. ¿Será que cuando venga-j-del trabajo te trae-j-un puñaíto de arró pa que ejta noche al menos no-j-comamo-j-un poquito con huevo y un ñame que me fio el cachaco de la tienda?

Intentó responderle enseguida pero una mano negra le apretó la garganta asfixiándole las palabras. Tosió un poco para aclarársela y para decir con un hilo de voz cremosa:

⎯Sí mijita. Claro. Allá noj vemoj.

La lágrima no logró salir porque desde hace años se le había secado ese tanque, pero le dio mecha para abrirse paso por entre la gente y las tablas, y meterse en el ruedo como parido a pujo, sabiendo que el toro distaba lo suficiente. En ese momento la china gorda, como le decían, desfilaba encuera alrededor del ruedo completo mientras recogía los kilos y kilos de melcocha con la cual el público alababa su porno audacia. 

⎯Aja Rembe.

⎯Aja Cebolla.

⎯Ejta vaina se ve buena hoy. No cabe un alma.

⎯Aja, sí.

⎯¿Hacemo-j-un cafecito?

⎯Dá sí.

El Cebolla, un amigo de años de corraleja, identificó un claro como a diez metros y prendió unos carbones, los cuales atizó con una olla que traía al cinto. Pusieron la olla con agua de una manguera cercana y le echaron unas cucharadas del café obsequiado a las afueras de la plaza.

⎯Ahorita hacemo-j-el sancochito ⎯afirmó el Cebolla ⎯. ¿Ya tu almorzajte?

⎯No nada. Pasé derecho po’que me ofrecieron fue uno-j-espagueti.

⎯Ayyyy… ¡cuidao y te mariqueas! Eso es pa gringo papa. La verdá que sí. O pa cachaco rico. Eso mata el palo y ejcurre. Pero frejco, frejco que ahí ejtá el Cara e’ Tabla, la mujé y otra gente. Trajeron uno-j-ñames, yuca, como cinco bocachico-j- y doj pedazo-j-de sábalo. Noj lo vamo-j-comiendo poco a poco pa’ que no se no-j-baje el potasio y podamo-j-aguantale a ese toro.

⎯¡Eso va! ⎯gritó Remberto iluminado, desplegándole al Cebolla un abrazo de hermanos.

⎯Y mientraj tanto, como pa cogé máj fuezza, deberíamo-j-como bujcá unos manguitos.

⎯¡Claro! Ya traigo, yo sé dónde cogé.

Mientras degustaban el café con mango eran anegados por el majestuoso esfuerzo publicitario desplegado por la organización y la propia cultura, y que, de paso, convierte a Times Square en una elegante ingenuidad. Y que, como toda elegancia, es insuficiente. Aquí, en cambio, la publicidad se reproduce espontánea y disonante, como la maleza, resultando en un hermoso agente contaminante… porque no hay nada mas puro que lo que brota silvestre sin control o planificación. Así es que todo espacio visible al público recibe aquí un estampado o un sublimado: las mantas son patrocinadas por la ferretería líder en la región; los capoteros, los palcos, y los garrocheros son patrocinados por pasabocas, por constructoras, y bebidas; las pancartas móviles, modeladas por jóvenes, son patrocinadas por los políticos en campaña… de manera que todo aquel sancocho del branding hacen de la corraleja una emisión triple A regional incapaz de ser igualada por emisora, canal o periódico alguno.

⎯Oye Cebolla, y… ¿cuántoj caballo-j-esperamos abiettos hoy?

⎯Al meno-j-uno compa.

⎯Da sí. La verdá ej que necesitamo-j-eso pa vé si no-j-hacemo-j-la semana. Ejtoy grave.

⎯Sí, sí. Eso con buena cebolla y limón, tipo hígado, la veddá e-j-que queda por ahí.

⎯Sí claro. Y ya que pa vaca no hay, el caballo endereza el caminao. Ma-j-ná.

⎯Apena-j-lo veamo-j-descocío vamos pa encima. De ahí sacamo-j-una pata entera o un costillar.

⎯Sí, sí, fimme. Ejperemos que esos cachos dejcosan como debe sé.

(Noticia de El Tiempo, 18 de enero de 2015, la cual desconoce la idiosincrasia y necesidad del pueblo:  https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-15113636 )

Pasó algo así como una hora y, en eso, anunciaron que saldría el primer toro.

⎯Pilaj Cebolla, que voy.

***

El avión aterrizó con todos sus compañeros de orquesta temprano en la mañana. La función estaba planeada para iniciarse al día siguiente después del medio día, así que Rémy llegó al hotel y practicó con su clarinete por una hora más. Sería un evento inédito y que llevaban preparando por más de dos años en la propia Francia. La tensión la sentía en las entrañas, y la emoción en el esófago. 

En la tarde todos se juntaron a practicar, lo hicieron por un par de horas, y ya en el atardecer fueron trasladados a diferentes zonas de la ciudad para conocer y comer.

Probaron las delicias y rarezas de la ciudad, rieron y volvieron a su hotel, esperando que amaneciera para dar concierto.

***

El Cebolla le ayudó a arrastrar el tanque de gasolina hasta quedar a unos diez metros del toril. Se metió y el Cebolla lo aseguró. 

⎯Lijto, papa. Agárrate bien que ya casi sale ⎯le dijo comprobando que la tapa hubiera quedado en firme.

Remberto no respondió. Estaba concentrado recordando cómo cargaba a su hija asoleada aquel día de mayo mientras que, a porta gayola, esperaba al toro usando el tanque como manta.

Un silencio agudo, simétrico, le segueteó la cien. Sin que pudiera comprender cómo lidiarle, escuchó de pronto cómo estallaba la corraleja entera en gritos, pitos y botellas. 

⎯Nojodaaaa compa. ¡Agárrate con toda! ⎯le gritó el Cebolla al ver el animal que venía para encima.

El toro salió del toril como un tractor sublevado. Le pegó seco, de frente, haciendo que el tanque con Remberto adentro diera dos volteretas y media en el aire a dos metros de altura. Con la caída se pegó tan fuerte contra una hendidura del latón que, sin aviso, una humedad paciente pero determinada le cundió el pelo y la cara. No podía tocarse porque todavía giraba y giraba como una llanta, todavía sentía los pitones abollar el metal como si le pegaran con bates, y todavía percibía un resoplar contra el oído izquierdo que le ensordecía y le recordaba el rugido oscilatorio de un compresor de aire. Esperó con paciencia, como lo había hecho ya en el pasado, pensando en su hija y en que tenía que llevar el puñaíto de arroz.

De pronto, le dio la impresión que la algarabía y el resoplar se alejaban como la lluvia arrastrada por un brisón, y de inmediato sintió que un silencio narcótico y caviloso se le posaba encima. Entendió pues, que debía salir, y lo hizo para, antes que nada, verificar su bolsillo. Metió la mano y se fue en blanco. Ni un metálico. Sus activos habían desaparecido. Tal vez en el tanque, o mientras comía mango, o quién sabe dónde. Pudo haberse puesto a buscarlos, pero tenía la reflexión empañada y consagrada al toro. Lo comenzó a buscar. Lo vio lejos, a treinta o cuarenta metros, corriendo como perseguido por diantres y disparando nubes de ceniza al pasar por encima de los varios fogones de carbón dispuestos para los sancochos, como bombas explotando al contacto luego de ser liberadas por aviones desde el cielo. Y enseguida se dio cuenta que estaba sólo. Olvidado, después de semejante número. De semejante osadía. De manera que se zafó sin meterle mente y corrió detrás de la turba que pateaba al bovino, que le jalaba, y lo toreaba, en una especie de zoobullying circense. Necesitaba acercarse todo lo que pudiera, pero no era sencillo porque decenas de Rembertos lo intentaban. Decidió que esperaría a que los garrocheros y los banderilleros actuaran, y fue después de eso cuando, de pronto, vio la oportunidad de actuar al observar que el animal enfilaba hacia el rincón en el que reposaba jadeando, al tiempo que se taponaba la zanja hemoglobínica que se le abría en la cabeza.

Lo vio de frente, a unos cuantos metros, y supo que era su momento, así que no perdió oportunidad para arrodillarse y abrirse la camisa, la cual ya lucía empapada y colorada. El ejemplar, de ojos de puñal, le miró fijo, puyándole durante la evaluación que hacía de la fragilidad de su objetivo. Sin reflexionar en exceso salió corriendo hacia él con todas las fuerzas de patas y riñones. Arrodillado en el piso, Remberto lo esperó con la camisa haciendo de manta y, al acercársele lo suficiente, le hizo un amago a la izquierda para decidir salirle por la derecha. Un polvero estalló en fuegos y Remberto voló dos o tres metros como un año viejo, cayendo de cara contra un montículo de maleza. Tendido inmóvil, el mayor peligro era que el toro volviera a él para rematarlo. Pero no lo hizo. Los capoteros lo distrajeron y se lo llevaron lejos. El Cebolla, hasta ese momento ausente, llegó con el corazón en la tráquea y los ojos en el parietal.

⎯Rembe, Rembe, ¿qué? Estáj bien mi hemmano? Dime a’guna vaina.

No pudo contestar. Un pequeño volcán de sangre vomitaba sobre su hombro izquierdo haciendo que gruesos hilos con grumos carmesís resbalaran por su brazo y pecho. Su cara teñida rememoraba los efectos de una corona de espinas de hace dos mil años, y aunque carecía de la mesiánica expresión de aquella época, sí recurrió a un milagro para ponerse en pie, todavía atolondrado, ido, sacando las fuerzas del puñaíto de arroz para poder comenzar a caminar. El Cebolla, a su lado, le tenía agarrado del brazo sosteniéndolo con fuerza para evitarle un desfallecimiento mientras lo dirigía a la salida del ruedo para llevarlo a la enfermería. Pero Remberto tenía otros planes.

⎯No, no, ¿pero qué hace-j-Rembe? La enfemmería está por allá.

⎯Déjame, déjame.

⎯¿Pero pa’ ónde vas? Allá ejtán los pagcos Rembe. ¡Tenemo-j-que í ej a la enfemmería papa!

⎯Vamoj, vamoj ⎯le pidió jalándolo como podía, mal herido, y haciendo presión sobre el hombro con su mano derecha.

⎯No, no compa, ¡pero ej que te puedej morí!

⎯¡Nombe que no!

Tiró con fuerza y se zafó de su amigo para colarse por entre el tablado que permitía la entrada a los sótanos de los palcos de la corraleja; al bosque de palos flacos y altos como jirafas prehistóricas. Buscó el acceso más cercano y subió las escaleras apoyando su humanidad entera sobre los pasamanos de tabla, dejándolos grafiteados de sangre y toro. 

Cuando llegó arriba vio que no cabía un alma más. Inhaló esperanzado, ilusionado. Las bandas de música rebosaban estrofas y el whisky lubricaba las palabras para que se expectoraran sin filtro. Sacó su pañuelo, se lo puso en la frente y empezó a notar que la gente le veía con el mismo espanto con el que aprecian al lunes desde el domingo. Y sintió la mano de el Cebolla presionándole el hueco que desde el hombro le vomitaba el cuerpo. Lo miró, y con los ojos le agradeció de corazón. Y le hizo una señal con la mirada batida. Su amigo se la sostuvo por un par de segundos, considerando la decisión. Sin más, pestañeó y la bajó para, con su mano derecha, sacar una gorra arrugada, patrocinada por el almacén de motos más grande de la ciudad, y entonces empezó a gritar mientras la extendía:

⎯Una ayuda, ¡una ayuda que tenemos que irnos pal hospital!

Caminaron dejando migas de sangre como pan para saber que por ahí ya no debían volver pidiendo el donativo. Después de varios minutos, Remberto seguía en pie, agónico pero entusiasmado, y la gorra ya llenándose de monedas y billetes, cuando de pronto vio a una banda de blancos jipatos y monos tocando los porros típicos de la sabana como jamás se había visto por esas tierras. Era como si una vaca ladrara como el mejor perro de todos. O como si un combo de Melquíades estuviera de visita por el pueblo. Y entonces vio de frente a uno de ellos. Y éste le miró de frente, entelerido. Era flaco, de ojos azules, mono como la lana, y comía una butifarra con la cual parecía haber hecho liga. El Cebolla le posó la gorra enfrente, y Rémy, ese que sostenía el clarinete con una mano y una butifarra con la otra, le tendió un billete de veinte euros. Y mientras lo depositaba en aquel improvisado contenedor de tela pintado de sangre, vio cómo un par de mariposas amarillas revoloteaban encima de Remberto. Dando vueltas ahí, sin mayor intención de zafarse del magnetismo que les atrapaba.

⎯Dios. ¿Qué es esto? ⎯pensó despavorido el francés. 

Pero antes de elucubrar cualquier respuesta concienzuda, lo comprendió todo en un instante. 

⎯Bienvenido a Colombia, Rémy. Bienvenido a Colombia ⎯se dijo a sí mismo.

¿Quieres conocer a Rémy? Mira aquí la orquesta de franceses en corraleja (año 2007). Es real: https://drive.google.com/file/d/0B2pyKpYI3dlDcDVDMUJGZXRQZEE/view?usp=sharing&resourcekey=0-Q6hqzti9ytcHHOHQVX9MLg

Reflexiones Antropológicas y Empresariales:
  1. Alrededor del 40% de las personas en Colombia viven en las condiciones de Remberto. En 2020 la pobreza alcanzó un 42.5%.
  2. ¿Qué porcentaje del país tiene costumbres gastronómicas tan cimentadas como las de Remberto y El Cebolla? La respuesta jamás podrá ser exacta, pero estimamos que es entre el 55% y el 70% de acuerdo con nuestra experiencia de más de 24 años midiendo y comprendiendo el mercado. Esto, porque las costumbres gastronómicas del pueblo colombiano, según la región, se aferran a la mixtura casi indiscriminada de alimentos que provienen directamente del campo, directamente de la tierra (o bien de sus animales), lo cual hace que se evite el consumo frecuente de productos previamente procesados o transformados. Además, porque son más baratos. Además, se evita el consumo de platos que cuentan con muy poca combinación de alimentos e ingredientes, monocromáticos o simples (como muchos platos de pasta), porque se asocian con baja nutrición y/o con poco amor. Esto último, porque todavía en Colombia la ama de casa es quien cocina en la mayoría de hogares, y sus integrantes -sobretodo el marido- asocian que entre más elaborado un plato, más amor deposita en él. Cosa contraria a lo que ocurre en países de Europa, en Estados Unidos, o incluso en otros tan cercanos como México.
  3. Así pues… ¿te imaginas qué probabilidad existe de que Remberto decida cambiar su hábito para pasar a comprar semanal o al menos quincenalmente pasta para prepararla en casa? No fue nada fácil hacerlo evidente en este cuento, además porque la cultura no es obvia y medible como un número (¡lo esencial es invisible a los ojos!), por lo que debe ser pillada con el olfato, con los oídos, y el corazón… pero si has llegado hasta aquí, espero hayas medio comprendido que la probabilidad es bajísima… a menos pues, que se embarque en un avión con Rémy para darse un buen tour por Europa.
¿Qué viene ahora?

En la tercera y última parte de esta entrega, redondearemos el método que aplicamos para descubrir qué hace que las ventas bajen, y cómo hacer para que no te devoren.

Ojalá te haya gustado. ¡Gracias por leer! 😊